Al producir el texto “Creemos que Podemos Ganar”, LeftRoots ha prestado un gran servicio a la izquierda de EE. UU. Hubo un tiempo en el que este tipo de pensamiento estratégico era la norma en el movimiento revolucionario, algo que se esperaba de individuos y de organizaciones. Hoy en día, sin embargo, es poco común practicar este nivel de profundidad y rigor. Pero sigue siendo tan esencial ahora como lo fue en el pasado. Así que, bravo por el equipo que produjo “Creemos…” y por LeftRoots por concebir la creación de ese documento y por lanzar la revista ¡Salir a Ganar! como foro para continuar la discusión.
Mi objetivo con esta contribución es enfocarme en una cuestión que está esencialmente ausente en “Creemos”: la cuestión de la insurrección, de tomar el poder del estado, de desplazar y dispersar el presente estado imperial en EE. UU. y reemplazarlo con otro nuevo basado en un movimiento de masa insurgente. Les autores nos ofrecen una discusión limitada sobre cómo podría ser un estado revolucionario y qué fines tendría. Pero falta cualquier conversación sobre las circunstancias que nos permitirán crear un nuevo tipo de estado. Yo diría que esto es probablemente la falta más seria de las ideas que nos presentan.
Puede que la reacción de algunas personas sea que les revolucionaries en EE. UU. Están muy lejos del momento en el que podamos subvertir y dispersar el viejo poder del estado, así que realmente no es una pregunta a la que tengamos que dedicar tiempo ahora. Si a alguien se le ocurre esa idea al leer estas líneas, permítanme responder con tres contraargumentos:
* Les revolucionaries rara vez se anticipan que se presente la oportunidad de un derrocamiento insurgente del viejo estado antes de que lo haga. Más bien existe un patrón histórico consistente de que los elementos más conscientes no anticipen las luchas decisivas. Estas luchas se presentan de repente con mayor frecuencia, de una manera que les revolucionaries no esperaban—y no es razonable esperar que las anticipasen. Propongo, por lo tanto, que hacernos conscientes de las dinámicas relacionadas con la transición de un tipo de estado a otro, y luego mantener esa conciencia colectiva, debería ser un objetivo consistente.
* Si queremos entender los eventos en otras partes del mundo, este asunto es esencial, a menudo de una manera muy inmediata (como ejemplo, ver la discusión sobre Honduras más abajo).
* Insistiré en que todo lo que hagamos hoy debe estar guiado por el conocimiento de que vamos en camino hacia y nos estamos preparando para un momento insurgente en algún punto futuro. Esto es cierto en parte porque nuestras metas incluyen ayudar a desarrollar un cuadro con suficiente entendimiento teórico. Lograrlo puede llevar años, incluso décadas. Así que nunca es demasiado pronto para empezar. Sin embargo, la urgencia de esta cuestión también resalta porque nuestra participación en el movimiento por los derechos de inmigrantes, o en torno al cambio climático, o una huelga laboral, o por la abolición de prisiones (obviamente esta lista se podría ampliar) debe estar informada por nuestra estrategia insurgente a más largo plazo. Deberíamos tratar, en nuestra participación en estas campañas, de ganar más victorias que las de corto-a-medio-plazo. Es igual de importante que las victorias que logremos, junto con las movilizaciones que lleven a ellas, contribuyan al proceso social más amplio que Marta Harnecker describe como “hacer lo imposible posible”, ayudando al movimiento masivo a tener un protagonismo más activo según se prepara para luchas venideras más profundas—llegando al momento insurgente, que es el tema de nuestra conversación presente.
Estudio de caso: Honduras
La necesidad de pensar en una transición de un tipo de estado a otro se presenta claramente en la contribución a la primera edición de ¡Salir a Ganar! titulada “Estamos perdiendo, pero podemos ganar: Caravanas, imperialismo y luchar la guerra de posiciones por el socialismo en el siglo XXI” por el Grupo de Trabajo Ad Hoc sobre el Antiimperialismo de LeftRoots. Este artículo se enfoca en los eventos en Honduras a partir del 2009. Describe los esfuerzos efectivos de la elite hondureña, junto con el imperialismo estadounidense, para frustrar la voluntad del pueblo hondureño—a pesar de un levantamiento masivo que, parece claro, reivindicaba la cuestión de qué fuerzas sociales deberían ejercer el control del estado en Honduras.
Hay una pregunta que debería sobresalir al considerar esta serie de eventos: ¿Por qué pudo el imperialismo, en colaboración con las fuerzas opresoras nacionales, derrocar a Manuel Zelaya Rosales y reimponer el dominio de los ricos a pesar del constante alzamiento? ¿Pudo haber ocurrido algo diferente que no lo hubiese permitido, o al menos lo hubiese hecho más difícil?
Creo que la respuesta se encuentra en el tema del estado: ¿Qué tipo de estado existía en Honduras? ¿Qué intereses servía según su diseño estructural? ¿Un levantamiento popular es capaz de simplemente tomar control del estado que ya existe y usarlo para avanzar los intereses del movimiento masivo? O, ¿las masas necesitan derrocar al viejo estado y establecer uno nuevo para lograr sus objetivos?
En este caso no se desarmaron ni dispersaron las fuerzas armadas hondureñas. Este es el elemento clave en nuestra ecuación. El levantamiento se limitó (o fue limitado por las condiciones—no he estudiado la situación suficiente y por tanto no puedo determinar cuál fue) a una victoria electoral, creyendo que esto resultaría en la resolución de los problemas sociales más importantes. Cierto, el movimiento luchó con gran vigor para mantener esa victoria electoral, mientras la derecha se esforzaba en arrebatársela. Pero durante esta batalla las concepciones estratégicas de las masas estaban limitadas a usar formas de la democracia capitalista (que, por supuesto, incluyen la “protesta pacífica”), aceptando este como el terreno legítimo de lucha. Por consiguiente, las viejas instituciones represivas siguieron a la disposición de las fuerzas de la reacción, cuando decidieron que había llegado el momento de ir más allá de la democracia capitalista como terreno de lucha, el momento de simplemente suspenderla.
El llamamiento a la “restauración de la democracia y la convención de una Asamblea Constitucional Nacional para ‘refundar’ Honduras desde abajo” no se puede implementar de una manera “democrática” (los términos aparecen entre comillas en este artículo porque hablamos de medios democráticos capitalistas, que son bastante limitados). Solo se puede hacer valer por la fuerza armada (por la que nos referimos a un tipo de democracia más profunda apoyada por el movimiento masivo que se haya armado para defenderse contra las fuerzas de la represión capitalista). Como mínimo, tal orientación debe contar con el respaldo de una amenaza de poder armado. Esto es cierto porque las personas opuestas a la “restauración de la democracia y la convención de una Asamblea Constitucional Nacional” están dispuestas a recurrir a las armas para no permitir que se cumpla el proceso. No debería sorprender, entonces, que la estrategia de usar los medios de una democracia capitalista para luchar por este objetivo en Honduras no sea apta para lograr esta meta.
Hablaremos más en un momento acerca de lo común que es la negación de la democracia en naciones supuestamente “democráticas”, de por qué les revolucionaries deberían estar bien preparades para tal situación, que ni nosotres ni el movimiento del que formamos parte esté desarmado—tanto ideológica como literalmente. Pero, primero, una palabra sobre un tema relacionado: nuestra concepción de la “revolución”.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de “revolución”?
Hoy en día, la palabra “revolución” se usa de manera imprecisa para referirse a cualquier tipo de cambio social significativo. En el pasado, sin embargo, significaba precisamente el proceso de derrocar al viejo poder del estado y establecer uno nuevo, desarmando y dispersando las antiguas fuerzas represivas y creando un nuevo ejército formado por y responsable a las masas insurgentes. Desde ese punto, este nuevo poder armado podría hacer cumplir nuevas leyes creadas por las masas mismas o por sus representantes directos. Quisiera sugerir que una izquierda genuinamente revolucionaria en EE. UU.—o en cualquier otro lugar—debe restaurar este significado anterior de la palabra “revolución”, haciendo de esto el fundamento de nuestro pensamiento estratégico.
El problema al que nos enfrentamos es, conceptualmente, bastante simple: Un levantamiento masivo puede proponer la cuestión del poder. Pero, por sí solo, un levantamiento masivo no puede resolver esta cuestión. Debe existir un cuadro consciente que comprenda cómo y por qué se plantea la pregunta, desarrolle un plan para resolverla basado en y en colaboración con el movimiento masivo, y que esté ubicado estratégicamente (que tenga suficiente conexión positiva con organizaciones de masas clave) para que pueda desempeñar un papel decisivo en ganar el apoyo mayoritario para un plan de acción revolucionario. El proceso de desplazar un tipo de poder de clase con otro no se puede imponer sobre el movimiento masivo por un pequeño grupo armado. Aunque una estrategia así sea efectiva por un momento, nunca logrará crear instituciones estatales duraderas. El plan revolucionario se debe convertir en la expresión genuina de la voluntad de la mayoría, si es que espera cualquier tipo de éxito a plazo más largo.
Puede que algunes de les lectores, teniendo familiaridad con historia/teoría revolucionaria, reconozcan en este último párrafo un replanteamiento de elementos esenciales en la teoría del partido de vanguardia de Lenin. Si así fue, no es accidental. Yo no inventé las ideas que desarrollo en este artículo. Están arraigadas firmemente en un paradigma leninista. Pero, más importante que la tradición de estas ideas es lo que reflejan en términos de las lecciones aprendidas en luchas del pueblo obrero por un cambio social significativo en cada rincón del mundo durante los siglos XX y XXI. Examinemos esa historia más de cerca.
Otros estudios de caso históricos
Honduras, como observamos, no es un caso excepcional. Hay muchos países con historias similares. El más conocido, por supuesto, es el derrocamiento de Salvador Allende en Chile en 1973. Es bien sabido que Fidel Castro le regaló a Allende una ametralladora cuando visitó Chile dos años antes del golpe de estado de Pinochet. Desafortunadamente, Allende no tomó la acción que Fidel, aparentemente, trataba de comunicarle.
Pero también Chile es solo un ejemplo. Si consideramos solamente la historia desde la Segunda Guerra Mundial, otros casos a nivel mundial incluyen Irán (Mosadegh, 1953); Guatemala (Arbenz, 1954); la República Dominicana (Juan Bosch, 1965); e Indonesia, (Sukarno, 1967). Se repite el mismo patrón cada vez: gobiernos elegidos democráticamente que realmente intentan usar el poder del estado preexistente para servir a los intereses de las masas populares son derrocados por golpes militares, o por medio de otras medidas totalitarias. A veces estos golpes son de origen nacional y simplemente cuentan con el apoyo de Washington. Otras veces los complots originan y se nutren en EE. UU. Pero la dinámica social es la misma en cada instancia: las fuerzas de la reacción actúan de forma extralegal y derrocan a gobiernos elegidos democráticamente que no les gustan (y que no gustan al Departamento de Estado de EE. UU.).
También hay otros casos que reflejan dinámicas institucionales algo diferentes—pero que de todos modos indican el mismo conjunto de problemas y la misma lección fundamental: la necesidad de crear nuevas instituciones estatales como parte de cualquier proceso revolucionario. Sudáfrica, por ejemplo, siguió dependiendo de formas de democracia capitalista después del derrocamiento del Apartheid. Estas instituciones “democráticas” post-Apartheid sí que permiten la participación de votantes negres, pero más allá de esto los cambios son mínimos. Por lo tanto, las antiguas elites mantienen su poder sobre la sociedad, aunque ahora comparten ese poder con una nueva elite que incluye a individuos con piel negra. Esta transformación resolvió el problema del apartheid racial en Sudáfrica, y ciertamente el derrocamiento del apartheid racial en ese país es algo digno de celebrar en la historia. Pero no pudo resolver el problema del apartheid económico, de quién tiene el poder real para tomar las decisiones sociales más importantes.
En Egipto, la ocupación de la Plaza Tahrir en 2011 también planteó la cuestión del poder, pero en este caso ni siquiera hubo oportunidad de elegir un gobierno que pudiese haber simpatizado con la voluntad popular. Esto refleja otro patrón, una variante que a menudo vemos en naciones en las que las características de la democracia capitalista están ausentes, o son extremadamente débiles. A diferencia de Honduras (Chile, Irán, Guatemala, la República Dominicana, Indonesia) saltamos directamente a fuerzas militares u otras fuerzas reaccionarias que actúan para llenar un vacío en el poder creado por un levantamiento masivo. El resultado es paralelo, aunque las formas sean diferentes.
Hay otra experiencia que también es bastante común. En 1986, Corazón Aquino fue elegida presidenta en las Filipinas. Durante su campaña, Aquino dio la impresión de que respondería a las necesidades del pueblo. Esto era cierto principalmente porque tuvo un papel clave en la lucha por crear la democracia electoral después de derrocar la dictadura de Marcos. La caída de Marcos fue el resultado de un poderoso levantamiento masivo que continuó durante el periodo en el que se celebraron las elecciones. Así que había altas expectativas cuando ganó Aquino. Sin embargo, en realidad Aquino solo resultó ser otra gobernante que priorizó las necesidades de los ricos y poderosos. Las dinámicas sociales de este caso y otros similares son bastante diferentes de aquellas de gobiernos elegidos democráticamente que son derrocados por golpes militares. No fue necesario que los militares derrocasen a Aquino. Impidieron el deseo de las masas de lograr cambio social verdadero con otro tipo de proceso, un truco de ilusionismo político en vez de la represión armada. Pero nuestro problema raíz (que un levantamiento de masas opte por depender de formas capitalistas de democracia para buscar soluciones) no fue tan diferente.
Venezuela es otro estudio de caso interesante, uno que puede parecer que contradiga la tesis fundamental de este artículo porque las fuerzas armadas venezolanas eran al menos aliadas parciales de Hugo Chávez en avanzar el proceso revolucionario. También, el intento golpe de 2002 fue derrotado en Venezuela, y los esfuerzos más recientes de imponer un régimen político alternativo made-in-USA han quedado efectivamente estancados al menos por ahora. Y, aun así, si miramos la situación actual en ese país, yo diría que, una vez más, identifica una incapacidad de resolver la cuestión del estado, de cuáles intereses de clase servirá en realidad, tan central a las dificultades presentes a las que se enfrenta la revolución venezolana. El poder de esa revolución ha logrado impedir hasta ahora que esta contradicción la arrolle completamente. Pero el pueblo venezolano no puede continuar andando en la cuerda floja indefinidamente. En algún momento deberá de liquidarse el viejo estado y establecer uno nuevo, o seguramente la contrarrevolución vencerá.
Otro mundo es posible
Y ahora examinemos algunas revoluciones que sí lograron—aunque solo fuese de modo parcial y temporal—trazar un curso independiente, efectivamente desafiando al imperialismo. No es difícil ver que hicieron las cosas de otra manera. En Cuba, Vietnam, China, Rusia, hubo momentos de insurrección decisivos en los que se estableció claramente un nuevo poder. Aunque podamos tener críticas sobre otros aspectos de estos procesos revolucionarios (y hay mucho por considerar a ese nivel) sí que ilustran claramente el poder que se desata cuando una revolución disuelve las formas previas del estado y, en su lugar, establece algo nuevo, algo suyo propio.
Cuba es un caso particularmente impresionante para nosotres por el contraste con lo que ocurrió en Honduras y tantos otros países latinoamericanos. Cuando quiso derrocar la revolución cubana, Washington no pudo depender de las fuerzas armadas en la isla, ni enviar a sus Marines sin esperar resistencia seria. Tuvo que lanzar una invasión desde fuera, en la Bahía de Cochinos, que el ejército cubano—ahora directamente leal al pueblo cubano—pudo repeler sin dificultad.
Finalmente, parece importante matizar un poco más nuestro análisis, considerando Nicaragua. Este fue el tipo de momento insurgente que hemos estado discutiendo, el establecimiento de un nuevo poder del estado después del derrocamiento de Somoza. Pero la “Bahía de Cochinos” nicaragüense, llamada la “Guerra de la Contra”, fue más difícil de sobrellevar para el nuevo estado porque en Nicaragua el nuevo estado era más débil que en Cuba, y Nicaragua no contaba con el apoyo de un aliado poderoso como la URSS. Al final, la revolución Sandinista no pudo combatir efectivamente a la Contra —aunque costó años de guerra concertada, respaldada por Washington, antes de la derrota decisiva de la revolución.
Entonces, hay muchas variantes potenciales del proceso que discutimos. Pero, en cada una, aparecen las mismas condiciones de interacción con el imperialismo, y con instituciones- democráticas-basadas-en-la-propiedad-capitalista.
Conclusión: las tareas políticas de les revolucionaries
Nuestra conclusión lógica es que una meta de les revolucionaries es derrocar todas las formas de poder estatal capitalista, incluyendo as formas llamadas “democráticas”, aprovechando la posibilidad de un momento revolucionario/insurgente cuando se presente. Nosotres no creamos este momento. Solo lo aprovechamos cuando llegue. Pero, a través de las luchas parciales en las que participamos actualmente, podemos empezar a aproximarnos. Y podemos hacer lo mismo cuando haya el tipo de levantamiento masivo que ocurrió en Honduras, o en la Plaza Tahrir, o durante tantos otros momentos de crisis en el sistema mundial capitalista/imperialista (supremacista blanco/patriarcal) que aún predomina. Nos podemos enfocar en luchas que desarrollen el poder independiente del movimiento de las masas para ganar reformas, en vez del poder investido en el estado capitalista actual; también podemos enfocarnos en formas de organización donde la gente practique la toma decisiones por su cuenta, en vez de depender de “líderes”.
Cómo proceder con todo esto conlleva una gran conversación que espero que podamos levar a cabo en el futuro. Por hoy, sin embargo, mi meta es simplemente que seamos más conscientes de la importancia de incluir una concepción de la insurrección en nuestra definición de revolución, no actuar como si esperásemos que las instituciones “democráticas” del estado presente en EE. UU.—o en cualquier otro sitio—serán una herramienta fiable en nuestro esfuerzo para redefinir el futuro. Por supuesto, debemos aprovechar cualquier institución democrática disponible bajo un estado capitalista. Pero, si nuestro uso de estas no conduce a poder reemplazarlas con otras formas de gobierno más democráticas, basadas en y directamente responsables a las personas actualmente oprimidas y explotadas por la hegemonía política capitalista (respaldada en EE. UU. y muchos otros países por medios “democráticos”), habremos fracasado en nuestras tareas revolucionarias.
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